Resumen La Leyenda de María Carlota y Millaqueo - Parte 1

Resumen libro La Leyenda de María Carlota y Millaqueo
Portada La Leyenda de María Carlota y Millaqueo

Resumen La Leyenda de María Carlota y Millaqueo - Parte 1

Autor: Manuel Peña Muñoz
Ilustraciones: Sol Díaz
Editorial: Barco de Vapor

De todas la casonas que quedaban en el viejo puerto, la del colegio eran la más hermosa, ya que estaba construida en la ladera de un cerro con ventanales mirando hacia el mar, era muy antigua, ya que poseía tejas de la época colonial, patios con fuentes de agua, sin embargo, la Municipalidad no hacía nada por restaurarla. Pocos eran los visitantes que acudían a contemplar esta casona, algún poeta, viajero o un loco se quedaba largo tiempo mirando la casa e imaginando historias. Ciertamente la casa necesitaba una refacción porque debido a los frecuentes temblores y terremotos, una de las paredes estaba agrietada e incluso los murallones de adobe del último patio dejaban ver los jardines de las otras casas.


En el último tiempo la casa pasó a ser un internado de niños, que exhibía en su fachada el escudo de piedra de la ciudad española de Cangas de Onís, con un puente de tres arcos sobre el rio, una bellota, una hoja de roble y la torre de su castillo coronada por tres estrellas. Los directores del colegio contaban que el primer morador de la casa fue Javier Francisco Cangas de Onís, un navegante aventurero que mandó a esculpir el escudo de la puerta, siendo un recuerdo de su ciudad natal para no olvidarse nunca del lugar donde había nacido. 


Javier Francisco Cangas de Onís llegó a estas costas del mar pacifico en 1536, en una nave semejante a La Niña de Cristóbal Colón, llamado el Santiaguillo. Esta nave venía a abastecer a los soldados de Diego de Almagro, quienes habían avanzado hacia el sur desde el Perú. Javier Francisco, cuando bajó a la sencilla caleta de pescadores, lo cautivó la vegetación en los cerros, con litres, boldos, espinos, y a lo lejos se veían muchas palmas de tronco liso. Detrás de esas palmas se escondían changos de la bahía de Quintil (indígenas) vestidos con pieles, que los observaban con desconfianza. Pescaban congrios, merluzas y centollas de color coral, mariscaban entre las rocas de la caleta y sacaban almejas que partían con piedras y comían crudas. Alonso de Quinteros, piloto del Santiaguillo, le pidió a Javier Francisco que se quedara en la bahía con parte de la tripulación, mientras él se reuniría con un destacamento de Diego de Almagro, capitaneado por Juan Saavedra, para darles provisiones como ropa, legumbres, vino y herraduras de caballos que traían desde El Callao. Fue así que Javier Francisco se quedó y al poco tiempo encontró un recodo en la playa, en donde construyó una pequeña capilla dedicada a la virgen de la Covadonga para agradecer el viaje hacia esa bahía que los nativos llamaban Alimapu.


La profesora Priscilla Arroyo, contaba estas historias de la casona donde estudiaban los niños del internado. Los niños esperaban con ansias las tardes de lluvias para escuchar los relatos del internado e imaginar cómo sería la vida en aquellos patios en tiempos pasados. La profesora contaba que en esas mismas habitaciones había vivido el joven contramaestre, Javier Francisco Cangas de Onís, encargado de mantener el orden, la disciplina y el buen servicio de la marinería del Santiaguillo, tanto en mar como en tierra. 


La profesora Priscila Arroyo contaba a los alumnos del internado que Alonso de Quintero, capitán del Santiaguillo después de volver del valle, decide dejar a Javier Francisco en la bahía y le pide que construya una casa con fortaleza y capilla. Él iba a volver pronto. Fue así como parte de la tripulación que quedó en la bahía y ayudó a Javier Francisco cubriendo las vigas con ramas de molles, todo esto mientras esperaban que volviera el capitán con el Santiaguillo de su exploración marítima a tierras mapuches, pero la carabela nunca regresó, probablemente naufragó por las malas condiciones. Javier Francisco resolvió quedarse a vivir allí y algún día traería a vivir con él, a su esposa y a su pequeña hija, María Carlota que estaban en España. 


La casa que construyeron era una mezcla arquitectónica, combinando paja, adobe y madera. Los changos observaban sorprendidos a estos hombres provenientes del océano. Les pedían que se arrodillaran frente dos palos cruzados, a veces ellos estaban hincados dentro de la pequeña capilla, murmurando en voz baja ante una mujer tallada en madera, con vestido largo y pelo natural. Los indígenas ignoraban quienes eran esos dioses a los que adoraban esos hombres, pero lo sabrían porque entre la tripulación venia un sacerdote que enseñaría catecismo y moriría al sur del mundo, años más tarde, traspasado de flechas mapuches bajo copas de canelos. 


La profesora Priscilla mencionaba que en honor al primer morador de esta casa, el colegio se llama Cangas de Onís. Lo más decepcionante de esta historia es que la profesora no decía toda la verdad. Faltaba el resto de la historia de esta casa, pero la profesora Priscilla, el profesor de canto, la profesora de aritmética y la temible señora Anastasia Cuervo, la directora, preferían callar. Una tarde, la profesora Priscilla, siempre frágil y asmática, fue reemplazada por un nuevo profesor de historia de Chile; el señor Victorino Ponsot, hombre joven, pensativo, lleno de ideales, de baja estatura y nariz suevamente curvada. Tenía unos ojos grises tras unos anteojos de marco de plata y una sonrisa enigmática, decían que tenía bonita letra. El nuevo profesor comenzó contándoles sobre el internado, una de las casas más antiguas de Chile, con más de cuatrocientos años. Los alumnos imaginándose que emprendían un viaje muy lejos, al otro lado del mundo, yendo en la cubierta, fue así que el profesor comenzó a narrar la parte que faltaba de la historia, agregando la pieza del rompecabezas que siempre escondía la señora Cuervo. El profesor publicaría la historia completa de la casona, gracias a sus investigaciones en la biblioteca Severín y patrocinada por la Universidad Católica de este puerto. 


Lo que en verdad ocurrió fue que el joven contramaestre de barba pelirroja, sintió nostalgia por su esposa, María Fernanda Ibacache Matienzo y cuando terminó de construir la casa y la capilla, regresó a España a buscarla, encontrado a su esposa e hija. El señor Ponsot relataba con pasión, dramatizando con su voz, logrando que los niños vivieran verdaderamente el relato, imaginando todo lo relatado por su profesor. María Fernanda dispuso los baúles para el viaje, guardando las colchas, zapatos de terciopelo amarillo, vestidos de seda y hasta su vestido de novia, para cuando María Carlota se casara en el nuevo mundo con un hidalgo español. Al llegar al puerto de Valparaíso, los indígenas estaban expectantes al ver una mujer de pelo recogido, acompañada de un sequito de hombres que portaban cofres y arcas talladas en cedro, sorprendidos al ver por primera vez seda y en colores vivos, jarros de plata, ropa con botones, chaquetillas, pero lo más sorpréndete para los indígenas fue ver a una niña de ojos verdes, vestida de rojo con pelo castaño claro en una trenza, jugando entre las plantas. 


Los primeros meses fueron apacibles para los recién llegados, una tarde María Carlota bajó a la playa con la criada y vio a un grupo de niños que mariscaban erizos. Uno de los niños recolectaba un alga marina de color miel, llamada cochayuyo, otro se entretenía partiendo cocos de palma con una piedra. Muy distintos a los juegos que estaba acostumbrada María Carlota en España, donde jugaba a la ronda y saltaba el cordel. Luego los niños changossentados en círculos en la arena, comenzaron a jugar, cantando en su idioma y María Carlota con solo verlos un par de veces, pudo integrarse a los niños a jugar e incluso repitiendo el canto de unas palabras mágicas en lengua quechua.


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  4. necesito la historia y poder descargarla o copiarla

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    1. a que te refieres con la historia? necesitas el libro completo?
      Si te refieres al resumen, puedes leerlo desde acá, puedes transcribirlo a word si quieres, pero no se puede copiar ni descargar

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